El 2020 ha sido como una cajita de Pandora, lleno de sorpresas inesperadas. El pasado diciembre creíamos que este año iba a ser especial, fantástico e impactante. Tan arrolladores como inimaginables, tan drásticos, pero también tremendamente aleccionadores han sido los últimos tres meses. Desespero, llanto, impaciencia aunados al aprendizaje, la creatividad y fortaleza. En mi caso, durante este trimestre tan imprevisible he descubierto en mí virtudes y he adquirido una fuerza que me ha enseñado a analizar mucho mejor distintas situaciones. En este relato resumiré un caso inesperado de COVID-19.
Mientras intentaba mantenerme distraída realizando cursos, viendo series por Netflix, cocinando o, mejor dicho, aprendiendo a cocinar, mi mente experimentaba sensaciones turbias y angustiantes al permanecer alerta por si recibía alguna llamada del hospital. Realmente no entendía qué estaba ocurriendo en mí. Y, sin duda, no quiero comparar mi situación con las de otras personas que quizás han vivido algo peor, ya que al final cada quien tiene una historia que contar. Este artículo desea recalcar la experiencia de una hija cuyo papá estuvo un mes y medio ingresado en el hospital debido al COVID-19.
El COVID-19, enfermedad por coronavirus, se transmite a través de las gotículas generadas cuando una persona tose, estornuda o espira. Existen diversas teorías sobre la propagación y la vida del virus, pero todavía no ha surgido un análisis concreto, así como también algunas personas experimentan síntomas diferentes. Un estudio de la revista The Lancet afirma que la insuficiencia respiratoria es la principal causa de mortalidad.
Resiliencia: «capacidad de afrontar la adversidad«
En marzo, justo una semana antes de que decretaran el estado de alarma, mi padre, un hombre de 70 años, empezó a experimentar un cuadro de gripe, con escalofríos, tos seca y malestar general. Mi primer pensamiento fue «¿y si es coronavirus?». Para comprobarlo, se dirigió al Centro de Salud donde le dijeron que era una gripe normal y que regresara a casa a descansar. Desde ahí, todo mal. Así pasó varios días hasta que regresamos al Centro de Salud, y sucedió exactamente lo mismo: de vuelta al hogar con tos seca, cansancio y debilidad.
Mi papá permaneció con diferentes síntomas super sospechosos por varios días más, hasta que le tomé la tensión unas cuantas veces y los valores eran bajísimos para ser una persona que padece hipertensión. Como era imposible comunicarse con el 112 y el otro número de asistencia no solucionó nada, decidí llevarlo al hospital el 16 de marzo. Estuve unas tres o cuatro horas esperando en la sala de urgencias con miedo y nervios mientras afuera caía la nieve. Una vez pasado ese tiempo, el doctor salió para informarme sobre el estado de mi papá: «tiene neumonía bilateral y es muy probable que dé positivo en las pruebas de COVID-19«. Pues efectivamente, mi padre se quedó en el hospital y los análisis indicaban la presencia del coronavirus.
Desde ese momento me quedé sola en medio de una cuarentena con salidas restringidas al supermercado o farmacia. Las primeras llamadas de la doctora fueron desalentadoras, puesto que la situación era muy complicada. Las radiografías presentaban unos pulmones heridos, lastimados y atacados por el virus. Un par de órganos que ni siquiera reciben humo de tabaco. Aproximadamente, mantuvo ese diagnóstico por 3-4 semanas. Y yo sin poder verlo, pues mantener aislados a los pacientes es una de las principales medidas.
El desasosiego me atrapó durante la primera semana de estadía en el hospital, ya que era imposible comunicarme con mi papá. Recuerdo que no tenía el cargador del teléfono hasta que más adelante pude dirigirme y dejar en la sección de Información una bolsa con productos de higiene y, por supuesto, el cable para recargar el celular.
Durante el mes de marzo y parte de abril el llanto persistía pero la esperanza era más fuerte. Mi familia siempre estuvo allí a miles de kilómetros de distancia pero tan cerca como nunca. Cada día recibía llamadas de aliento y fortaleza, incluso de personas que ni conocía, y eso lo agradezco un millón de veces. La cocina, el ejercicio, las series y este blog han sido mis aliados y mi mayor distracción para mantener la salud mental y evitar la tristeza y la ansiedad. Claro, aunado a todo lo anterior, la limpieza para alejar al virus también fue mi compañera en esta experiencia.
Mi padre estaba a pocos metros de la muerte. No solo porque se encontraba muy mal de salud sino porque el paciente que estaba en la cama de al lado falleció por la misma enfermedad del coronavirus. Hay dos opciones para describir este momento: o te quedas paralizado del susto o tienes la suficiente valentía para superar esa imagen. Pues, menos mal que a mi papá le causa gracia las películas de terror…
Después de un mes mi padre se sentía mejor y regresó a casa con alegría y una bolsa llena de pastillas para seguir con el tratamiento. Sin embargo, después de una semana comenzó a experimentar cansancio y dificultad para respirar, así que otra vez al hospital. Ese mismo día me enteré que varios pacientes habían recaído, que era normal. Pero esta vez fue por causa de taquicardia, la cual fue analizada como un efecto secundario debido al virus. Lo cierto es que mi papá estuvo entre la vida y la muerte, ahí mismo en esa cuerda floja en la que logró mantener el equilibrio.
Transcurrió una semana y mi papá era otro, un hombre más fuerte que ya no dependía del oxígeno de una máquina. Mi papá se salvó y regresó a casa con ganas de comer una hamburguesa. «Estuve a punto de recibir la llamada de San Pedro del Reino de los Cielos», me dijo mi papá. Qué alivio después de todo. Aunque ahora permanezco alerta ante cualquier debilidad.
A pesar de que me ahogué en llanto y me caí por las escaleras del portal, me siento más fuerte que nunca. Aprendí a estar conmigo misma. Gracias a los que dedicaron un tiempo para motivarme y distraer mi mente. Y un millón de gracias a los médicos que salvaron a mi papá.
Todavía faltan palabras para describir esta experiencia.
Con amor,
Pe.
Muchísimas gracias por leerme❤️